sábado, 14 de junio de 2008

SESENTA Y CINCO MOTIVOS

No son buenos tiempos para la lírica. En época de vacas flacas, se vuelve a debilitar la posición de las personas que trabajan. No hay derecho. El artículo publicado en Diario Córdoba tiene algunas erratas de edición que aquí están corregidas.
Sesenta y cinco motivos

La posición decimonónica adoptada por la práctica totalidad de la Unión Europea, con la honrosa excepción de España, estableciendo un tope de sesenta y cinco horas para la jornada laboral semanal es una ocasión para reafirmar los derechos de las personas que trabajan y, muy particularmente de los que aspiran a hacerlo algún día. La jornada de cuarenta horas marcó un hito en la conquista de los derechos sociales, del mismo modo que la batalla, parcialmente ganada y con menor predicamento, sobre el tope de las treinta y cinco horas lo hizo. Cualquier observador, sin mucha atención, podía percatarse de que venían curvas mundiales - cerniéndose sigilosas y al acecho- sobre los lomos de los que, como casi todo hijo de vecino, emplean el mayor porcentaje de su tiempo vital trabajando.
El trabajo dignifica, pero no cualquiera. El aspecto profesional de realización, la necesidad vital de conservación, o la costumbre insustancial de la convención son algunos de los factores que impulsan y mantienen a las personas en el mundo laboral. El trabajo como valor supone, obviamente, un mecanismo de superación, de progreso y de mejora hasta el punto que hoy es inconcebible una sociedad sin trabajo, pero no todo es asumible. Lo que hacemos no es lo que somos. No nos define. Puede ayudar a describirnos de una manera más o menos superficial, pero no nos identifica. Lo que nos hace singulares es la dignidad.
La presión social organizada de los trabajadores, y las trabajadoras que suman a esta condición el hecho de ser mujeres, ha logrado a lo largo de la historia resumir una lucha titánica en la consecución de una serie de derechos sociales, que les tocó sufrir para conseguir, y que ahora podemos disfrutar (también los que han visto decente adoptar esta decisión).
Esta medida, colada de rondón, con voz bajita, minimizando un siglo de mejoras, muchísimos jirones de piel y vidas entregadas en el tajo, es una ofensa de un tamaño descomunal y representa una ética pública completamente despreciable.
Yo me niego a aceptar el ultraje. Acuso a los dirigentes que la asumen de pretender explotar a otra parte del género humano. Reivindico organización, decisión y audacia para excluirla de lo posible. Exijo responsabilidad social y reinversión de los beneficios empresariales. Y no la contemplo porque no me da la gana. Aunque tenga, al menos, sesenta y cinco motivos para combatirla. Uno por cada hora.

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