sábado, 25 de octubre de 2008

JUZGAR, PARAR Y PENSAR

Juzgar, parar y pensar

El paro de la justicia es lamentable. Asumir que un servicio público de una importancia capital cierra es sencillamente penoso. La falta de medios, la condición obsoleta de las leyes procesales del país, la dificultad de los trámites, la preparación profesional escasa de algunos administrativos que cubren de forma temporal o interina esos puestos de trabajo en los juzgados, cuestiones todas ellas – al menos – discutibles, no justifican que dejen de trabajar, explícitamente o de forma velada, dos de las piezas del engranaje que están definidas como esenciales en la administración de justicia. Los jueces y los secretarios judiciales dirigen coordinadamente la acción de la justicia que afecta a las personas. No hay derecho a que no haya derecho.
Valoro como eje fundamental del Estado la justicia, que emana del pueblo, y defiendo su independencia como garantía del sistema democrático. Deploro viciar su práctica con la imposición de la voluntad del poder ejecutivo sobre el judicial. Creo que la división de poderes, más o menos rígida, sobre cuya fortaleza pueden y deben contrastarse opiniones – junto con el respeto escrupuloso de los derechos humanos -, es fundamento de la democracia en libertad. Pero no confundo el respeto a la independencia de esos servidores públicos (de una honestidad y preparación colectiva envidiable) con aceptar sin rechistar su conducta, afirmando sin más que tengan razón siempre en lo que piden y cómo lo hacen. El gobierno, éste y cualquier otro, está obligado a dotar de medios y recursos a los servicios públicos. Si no cumple, el ciudadano (juez de su vida) tiene que exigirlo, hasta gritando.
Lo que contemplo es que cuando un juzgado toma una decisión que no comparto y me afecta, recurro. Lo que sostengo es que no puede ampararse un error gravísimo de dos funcionarios concretos (por negligencia, impericia o desidia) en los fallos de un sistema, que programa un Estado pero que ejercen personas que deciden sobre otras. Levantar el velo de la culpa propia para excusarla en una general cubre de indignidad el valor de las buenas y justas resoluciones que salen de los juzgados a diario, con las mismas carencias y dificultades.
La independencia judicial no se consagra con el silencio de la ciudadanía ni sus políticos. Son servidores públicos sometidos a la ley. Son ciudadanos y ciudadanas que gestionan temporalmente un poder del pueblo. No es suyo, es nuestro. La ley nos iguala. También a quienes la aplican. Deberían pararse a pensarlo.

sábado, 18 de octubre de 2008

DIPUTADAS MADRES

Diputadas madres
El gobierno andaluz ha perdido esta semana alguna votación en el Parlamento debido a la ausencia por baja por maternidad de dos diputadas socialistas. Faltaron también otras diputadas, de cada bancada, por motivos de salud. Esta anécdota no tendría importancia si no fuera porque propicia un debate necesario para garantizar la participación en la actividad pública de las mujeres que deciden ser madres. Como es lógico, muchas otras madres encuentran dificultades en sus vidas profesionales, además de las propias de su ámbito personal, para desempeñar sus tareas y estas ocupaciones son tanto o más importantes que las que desarrollan las diputadas. No obstante, mi propósito es defender la postura que tengo sobre este asunto, sin entrar en comparar situaciones ya que para cada cual la suya es la relevante.
La diferencia esencial entre el trabajo que desarrolla una diputada con respecto a otra trabajadora en lo que se refiere a la maternidad es que la primera no puede ser sustituida. El voto de las diputadas, y de los diputados, es personal e indelegable. En cambio, una trabajadora por cuenta ajena puede ser sustituida sin coste durante su período de baja por maternidad. Es normal que la marcha del trabajo pueda resentirse pero no se suspende ni dejan de hacerse las cosas que han de llevarse a efecto.
Cuando votamos elegimos un Parlamento en función de las listas que los distintos partidos nos presentan. Andalucía es además exigente en garantías de igualdad formal y material porque se obliga a la paridad bajo el criterio “cremallera” (mujer-hombre u hombre-mujer). El sistema debe perfeccionarse porque si la aspiración deseada por la ley se concreta en efecto, y se logra la paridad plena, no puede condenarse a las mujeres a no desarrollar su vida personal en el tiempo que son diputadas. ¿Alcanza la paridad el sacrificio de postergar una maternidad querida? ¿Puede defenderse para todo caso en la era de la revolución tecnológica que el voto exija presencia física? ¿Ha de soportarse el vicio torticero del juego de las mayorías elegidas, aprovechándose de esa circunstancia personal?
Me temo que si los diputados varones fueran madres, haría ya tiempo que un sistema telemático de votación con garantías conviviría con el tradicional voto presencial. Y las votaciones se ganarían o perderían en función de las mayorías, dejando aparte la biología. Así que una de dos, o hacemos que los diputados empiecen a parir o nos conectamos a Internet. Lo que resulte más fácil.

TRABAJO DECENTE

Trabajo decente
Más de doce millones de personas en el mundo trabajan en condiciones de esclavitud, doscientos millones de trabajadores deberían estar en la escuela porque cuentan menos de quince años. En el planeta mueren más de dos millones de personas por accidentes laborales, los derechos sociales, laborales y sindicales no se respetan en muchos países y el cincuenta por ciento de la fuerza productiva de la Tierra, personas que se dejan la piel para vivir de su trabajo, no llevan a sus casas más de dos euros al día.
La globalización nos ha situado en órbita porque facilita el intercambio rápido de bienes, productos y servicios. También de trabajadores y trabajadoras. En cierta manera, este sistema ha repercutido positivamente en la extensión de la democracia y también ha consolidado expectativas de crecimiento económico sostenido y continuado. Pero junto con esas bondades relativas ha dejado una maldad real: la brecha de separación hombre rico-hombre pobre (ser humano afortunado-ser humano acongojado) es mayor. La diferencia entre países es hoy más evidente y además la fractura dentro de estos es una realidad. El hecho de que los efectos de la devastación que produce esta falta de respeto a la dignidad humana sea mayor en los países en desarrollo no puede ocultar los que provoca además en los desarrollados. En países como el nuestro disminuye la participación de los salarios en la renta nacional, aumenta la precariedad y se generan situaciones de injusticia social que conllevan un incremento de la siniestralidad laboral y la desprotección del mayor agente productivo de una sociedad: la persona trabajadora.
Europa, espejo de nuestras ambiciones en tiempos de la oscuridad de la dictadura, nos ha decepcionado con el intento de reforma de la directiva que regula el tiempo de trabajo. Un grupo de países opta por permitir que pueda llegarse a trabajar hasta 65 horas. España lidera lo contrario, por dignidad. Un trabajo decente es, como mínimo, el que se hace con contrato, salario digno, protección social, derechos sindicales y sometiéndolo al respeto para la negociación colectiva y el diálogo social.
El siete de octubre, la fuerza productiva de 155 países se echa a la calle para defender su trabajo. Necesitamos dar dignidad a una actividad esencial. Se trata de exigir trabajo decente para los que van a reclamarlo al mundo y por los que no podrán salir porque seguirán ese día construyendo el mismo mundo, que les niega dignidad con su indecencia.

LA HISTORIA DE LA DEUDA

La historia de la deuda
Admitiré una cuestión previa. El asunto de la deuda histórica me ha parecido desde siempre una cuestión menor. Reconozco que prefiero mirar al futuro con ambición legítima y confiando en la capacidad de las personas para transformar la realidad. Andalucía no es una excepción. Que no es lo mismo que era es evidente, que seguirá cambiando es una obviedad. Lo que no está tan claro es si avanzaría en la misma dirección en función de su liderazgo. Tampoco es lo mismo. Yo no tengo dudas pero, lógicamente, no me importa contrastar mi opinión (para evitar suspicacias, parcial y subjetiva, como todas)
Errores. Asumir el debate con el Estado sobre la deuda histórica pautado en el tiempo puede procurar, como ha sido, problemas de oportunidad política, de raíz económica. La diferencia de criterio entre el gobierno de España y el de Andalucía no reside tanto en los servicios que la administración del Estado ha desatendido secularmente con los andaluces como en la cantidad. La deuda es técnicamente el déficit de Andalucía en servicios esenciales como vivienda, sanidad y educación en el momento de su traspaso. Sin el abono de la deuda, salvando los anticipos acordados en 1996 por González y en 2007 por Zapatero, Andalucía - que iba de pena en pena - ha logrado montar en sus servicios un sistema bien engranado y competitivo, con el esfuerzo de sus gentes. Soportará, y deberá reconocer, críticas y necesitará mejoras y reformas, pero es evidente el crecimiento sostenido, particularmente rápido en el último decenio, de nuestra sociedad.
Necesidades. La deuda histórica es una exigencia estrictamente legal. Nuestro Estatuto, el que nos hemos dado, la incorpora. Es nuestra norma institucional básica en Andalucía pero también es ley orgánica integrante del ordenamiento español. El Parlamento cifró una cantidad mínima, 1148 millones de euros, por debajo de la que no hay posibilidad de acuerdo. Si la Junta hubiese aceptado un pacto con el Estado que no lo respetara, habría incumplido la obligación que nos impusimos con el Estatuto. La respuesta es significativa: menos, no. Así que, para firmar un “cumplo y miento”, mejor seguir trabajando para darle cumplimiento.
Rigor y sorpresa. Más allá de la virtud del abono de una cantidad u otra, el presente político nos regala nuevos defensores, recién reciclados al lado del pueblo, aunque poco populares. Esta historia nos dará motivos para seguir sonrojándoles porque tienen una deuda histórica de disculpas con este pueblo.

LA DIMENSION DE LA OPORTUNIDAD

La dimensión de la oportunidad
Reconozco que no seré popular. La crisis que soportamos, las consecuencias de su incierta magnitud, la imprecisión que acompaña al vértigo de los acontecimientos nacionales e internacionales, y el dislate de quienes, como siempre, asustan a mayores y pequeños a la menor ocasión, bajo la premisa de “cuanto peor, mejor”, no impide tomar distancia para extraer alguna conclusión positiva de esta evidente mala situación que sirva para el futuro. Como ya he compartido otras veces, es mejor detenerse en la oportunidad.
En primer lugar, la salida de la crisis no es rápida. Requiere determinación con una planificación previa. Precisamos adoptar medidas que alivien a corto plazo pero que no sofoquen a medio y largo. Se comprende que no es fácil. Desde ese punto de vista, existen dos alternativas básicas, con matices: reducir el gasto público, receta clásica conservadora-liberal, o confirmar que el Estado tiene una responsabilidad que ejercer en la regulación del mercado. Según yo entiendo, ésta es la adecuada.
Esta situación económica tiene una raíz fundamental en el frenazo de un ciclo expansivo económico donde las reglas del mercado libre han sido las únicas en liza. El mercado se autorregula pero, cuando la regulación que se impone a sí mismo es errónea, los actores económicos preservan su beneficio, bloquean las posibilidades de liquidez de las familias y reclaman recortes en gasto público y flexibilidad en el despido para conseguir el objetivo esencial: hablar de una crisis sin padecerla, que la padezcan otros.
Me rebelo. No comparto una solución a la crisis que reduzca gasto social. Al revés. Reclamo que lo público comparta, y lidere, el esfuerzo de la ciudadanía profundizando en una reforma fiscal que recompense a las familias trabajadoras, la gran clase media de esta sociedad interclasista, mediante una reducción y simplificación de su carga fiscal. Defiendo que los gobiernos asuman un papel protagonista para generar oportunidades de empleo a través de las infraestructuras y promoción de vivienda pública. Creo en las políticas que faciliten la inversión de capital, haciéndola atractiva, premiando a quienes arriesgan, son innovadores, se quedan y crean empleo y gravando a quienes descapitalizan nuestro tejido productivo.
Confío en la fortaleza de las ideas. Prefiero la audacia a la queja y el trabajo riguroso al dato de última hora. La dimensión de esta crisis es incierta pero la oportunidad del reto de superarla es histórica.

EL EFECTO BERIMBOLO

El efecto Berimbolo
Fuera complejos. He tenido la suerte de conocer hace unos días a una persona singular, que ya sé que todas lo somos, pero lo que quiero decir es que se trata de un tipo genuino. Berimbolo es un patrimonio para su pueblo, aunque muchos no sepan quién es aún, y una revelación para toda clase de cosas.
Berimbolo tiene una forma de ser envidiable. En su juventud, por momentos insultante, plantea las cuestiones más complejas con una serenidad envidiable. Discute sin crispar, discrepa sin herir, construye sin darse bombo. Habla. Escucha. Y además sonríe. Me temo que la vida no le ha tratado bien siempre pero tampoco se queja demasiado, aunque sospecho que algún motivo podría tener. Agradece lo que le dan, porque se lo gana, y no busca con la mirada que le agradezcas lo que te da. Percibe las cosas como son, no como las cuentan. Saca sus conclusiones, las comparte y las defiende y no le importa si le sigues o no. Es raro hallar tanta sensatez en un cuerpo grande pero, al fin y al cabo, sólo uno.
Si traslado la cordura de Berimbolo a este mundo fastidiado, en mitad de unas cuantas crisis semánticas, otras reales, algunas vaguedades y tanta fachada que nos toca hilvanar, con tan poco hilo, se me cae el escenario del teatrillo que a menudo nos representan y prefiero buscar a los actores y las actrices de la obra que nos dan, casi siempre tragicomedia y rara vez esperpento, en el patio de butacas de la calle. La verdad reside ahí. La conciencia de la gente que se levanta temprano, va a su trabajo, se toma unas cervezas con sus amigos, sale a la calle, disfruta lo que puede sin dañar, se protege de que lo hieran, cuida de los suyos, almuerza, cena, descansa, se acuesta y vuelve a empezar es la que enseña que lo que hacemos siempre tiene que tener el sentido de valorar esa forma de ser y preservarla. Lo demás son gaitas.
Berimbolo no le ve todo de color rosa pero tampoco negro. No comulga con ruedas de molino ni transige si hay que servir al dios de lo que no se piensa. Se mantiene y se corrige y, casi seguro, preferiría no haber cometido errores aunque valora sus aciertos. Pero no se emborracha de euforia ni se hunde en la depresión. Berimbolo es, lo dicho, singular por genuino.
Lo pasé bien con Berimbolo. Creo que, tal como es, se dará por satisfecho. No obstante, estoy en deuda. Sostengo que Berimbolo y su estilo son una enfermedad de carisma real. Prometo no olvidarlo y me propongo contagiarlo. La gente así sana.

LAS COSAS DEL CAJON

Las cosas del cajón
Hay cajones que ni siquiera sabemos que tenemos. Las vueltas a las cosas y los espacios habituales no cuestan; esa nueva verdad dogmática que aconseja recetas de todo tipo para plantearse el regreso al tajo con tranquilidad, parsimonia, retranca y hasta tratamiento médico (o veterinario, según la especie) sirve para dos cosas: llenar páginas y alimentar frustraciones.
Nuestras vidas asumen el paso del tiempo y de las decisiones con rutina normalmente y rara vez con vértigo. Ambas sensaciones son buenas. No falta en ellas nada de lo que resulta esencial. Las personas que, como casi todas, se hayan puesto de nuevo el traje de faena en estos días se dedican a seguir estando como un día cualquiera, porque es un día cualquiera, todas las jornadas que se levantan para hacer sus tareas normales. Los nenes disfrutan aún de un tiempo extra que ya empieza a oler a lápiz nuevo. Pero la gente no sufre síndrome post-vacacional ni terremotos existenciales que comprometan seriamente lo que hacen, lo que piensan o lo que sueñan. Al fin y al cabo, se trata de eso: de seguir viviendo.
Una de las cosas que hago en estas temporadas es reordenar. Pongo cosas donde deben estar y encuentro muy descolocadas otras cuantas que sitúo nuevamente en su lugar, sin saber muy bien si alguna vez estuvieron ahí. Es un orden peculiar, bastante desordenado - podría decirse. Seguro que a muchos nos pasa igual, ya que no somos demasiado originales permanentemente: cuando ordenas, reordenas y desordenas, encuentras papeles o fotos o trozos de algo que te trasladan al instante en que acontecieron y esa es una experiencia grata que te reconforta, te hace reír, llorar, te avergüenza, te sorprende o te relaja, dependiendo de lo que se trate. No son sólo recuerdos, que también, sino pedacitos de vida que están en los cajones que ya hace que no miramos.
Pero además soy un poquito raro. Cuando ordeno, o desordeno, que es casi lo mismo en mi caso, suelo dejar algún cajón libre o muy poco cargado. No sé muy bien para qué puede servir y normalmente se llena rápido, sin mucho criterio previo. Dura unos días casi vacío: luego, la vida, ya sea en su versión rutina o en su infrecuente versión vértigo, lo engulle.
Esa es mi terapia cortita: saber que los cajones se llenan. Tengo varios que reordeno pero siempre hago que uno quede para que cuando pase otro año, al desordenarlo, me sorprenda. Las cosas de los cajones importan todas. Hasta las que aún no están.